viernes, 31 de mayo de 2013

La quinta Alemania

Un modelo hacia el fracaso europeo

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EDITORIAL ICARIA – BARCELONA

Rafael Poch

 

En la historia de la Europa contemporánea ha habido cinco Alemanias. La primera es la fragmentada y preindustrial Alemania anterior al siglo XIX, un mosaico multinacional que sobrevivió hasta Napoleón reivindicando una legitimidad imperial romana sin llegar nunca a ser verdadero Estado. La segunda aparece con la unificación bismarckiana posterior a la guerra franco-prusiana y se extiende bajo batuta prusiana hasta más allá de la Primera Guerra Mundial, con su crítico apéndice republicano de Weimar. La tercera Alemania fue la de Hitler y Auschwitz, un régimen de doce años particularmente trágico y nefasto que concluye con el fin de la Segunda Guerra Mundial. La cuarta es la Alemania doble de posguerra, tutelada por las potencias de la guerra fría; una mezcla de capitalismo y democracia en el Oeste, la RFA, y una mezcla de socialismo y dictadura en el Este, la RDA.

Todas estas Alemanias tuvieron algunos breves y fallidos contrapuntos emancipadores, desde las revoluciones de 1848 y 1918, hasta los movimientos de 1968 en la RFA y de 1989 en la RDA, pero, en general, el papel de este país en la historia europea se ha caracterizado por su condición de vanguardia continental de la contrarrevolución restauradora, la reacción absolutista y un agresivo belicismo.

Desde ese pasado, la quinta Alemania arranca de la reunificación nacional de 1990, a partir de la anexión de la RDA por la RFA,  pero es ahora, con la eurocrisis, cuando comienza a manifestarse, haciendo un uso pleno y normalizado de su recuperada soberanía y potencia. La principal novedad que esta quinta Alemania aporta respecto a la anterior tiene dos aspectos.

El primero es el de su regreso, paulatino pero decidido, a un intervencionismo militar en el mundo que comenzó en los mismos años noventa en los Balcanes y que hoy ya abarca desde Afganistán a África. En ese ámbito Berlín aún está por detrás de otras grandes naciones europeas, pero ya ha invalidado definitivamente el Nie wieder Krieg (Guerra, nunca más) del canciller Willy Brandt, la posibilidad de ser una gran Suiza europea y el antiimperialismo, al que tanto apego tuvieron los alemanes de la RFA y de la RDA, respectivamente, desde la posguerra hasta los años ochenta del siglo XX. Hoy, con el pasivo desagrado de sus ciudadanos, el establishment alemán justifica sumarse militarmente al dominio imperial de occidente en el mundo, apelando abiertamente a la necesidad y legitimidad de acceder a recursos energéticos y materias primas globales. Esa es una novedad muy significativa.

El otro es un liderazgo europeo, dogmático, egoísta y arrogante, para imponer el programa de involución neoliberal impulsado desde los años setenta desde el mundo anglosajón y que la crisis financiera de 2008 ha convertido en rodillo. Al día de hoy este liderazgo apunta a profundizar la desigualdad, social y entre países. Su prioridad es el cobro íntegro de todas las deudas bancarias generadas por los malos negocios  del sector financiero internacional a costa del sufrimiento de las clases medias y bajas europeas. Ese esquema conduce directo hacia una ruptura desintegradora del proyecto europeo. Dicho proyecto, del que la Unión Europea es resultado, fue formulado a partir de los años cincuenta del siglo XX como alternativa a la desastrosa y agresiva Europa guerrera que en los últimos siglos enfrentó crónicamente a unas naciones contra otras y solo por eso ya debe ser considerado útil y valioso.

El rechazo a estas dos grandes novedades de esta quinta Alemania es lo que marca en el país la diferencia entre izquierda y derecha. Las fuerzas y corrientes políticas minoritarias que en la Alemania de hoy rechazan el regreso al intervencionismo militar y el neoliberalismo que profundiza la desigualdad, encoge la democracia y amplía el privilegio de una minoría, son inmediatamente expulsadas del sentido común por el establishment alemán y declaradas “irresponsables” e “incapacitadas para gobernar” (regierungsunfähig).

Más que un sistema de partidos de izquierdas y derechas, conservadores o liberales, el sistema político alemán es un conglomerado que engloba a toda esa variedad en una disciplina superior y común de defensa del capitalismo. Esa esfera compacta, condena y expulsa a la marginalidad a quienes la ponen en cuestión y es ejemplo de la degeneración absolutista y oligárquica  a la que conduce la mezcla de democracia y capitalismo en los países más ricos del mundo a principios del siglo XXI.

Ninguna fuerza política llegará al poder en Alemania sin haber previamente sintonizado con el programa general del establishment. La evolución de las fuerzas políticas con intenciones de cambio, desde los socialdemócratas en su día hasta los verdes hace mucho menos, y quien sabe si Die Linke en el futuro, es una trayectoria de adaptación al sentido común del establishment. Lejos de ser un rasgo exclusivo del sistema alemán, lo que destaca en Alemania de ese fenómeno general es su estabilidad: ese conglomerado de poderes fácticos de grandes consorcios empresariales y financieros, lobbys industriales, con sus sólidos anclajes políticos y mediáticos, está particularmente organizado y bien articulado en el país.

Elemento central de esa estabilidad es la cultura nacional de la obediencia debida a la autoridad, un particular culto al Estado, concebido como una institución neutral, superior y abstracta, y una predisposición al acatamiento automático de las jerarquías. A ello se suma una tradición de consenso e integración, enemiga del conflicto y del desorden como vías legítimas de resolución del choque de intereses. El contraste de esta cultura política, la tradición del Untertan, del súbdito razonable del orden absolutista descrito en la célebre novela de Heinrich Mann, con la tradición francesa y republicana del rebelde citoyen, ha inspirado todo tipo de reflexiones que hoy continúan siendo actuales para todo el continente.

Este libro presenta unos brochazos de esta quinta Alemania en un momento en el que Europa mira hacia Berlín con cada vez más prevención y desconfianza. “Un país que vuelve a dar miedo”, como señalaba el titular de un semanario germano. La involución neoliberal que Alemania encabeza y los delirios de hegemonía europea que proyecta el subidón nacional de la quinta Alemania, está incrementando la germanofobia y el antieuropeísmo, particularmente en la Europa del Sur, cuya población era hasta hace poco muy favorable al europeismo –y no solo por la lluvia de millones recibidos de los fondos de cohesión.

Si dos anteriores Alemanias desembocaron en grandes guerras, la quinta Alemania apunta claramente hacia la desintegración europea.

Los autores no quieren contribuir a ninguna fobia nacional ni tampoco a una reacción antieuropeísta que no proponga refundación ciudadana del proyecto. Lo que pretenden es informar sobre el lamentable papel que el establishment alemán, que forma parte de un orden mundial multinacional, está desempeñando en la actual crisis europea, en el bien entendido de que ese orden también vulnera los intereses de la mayoría social en Alemania.

Las primeras víctimas de la involución llevada a cabo por la elite empresarial y política alemana fueron los propios alemanes. En los últimos veinticinco años, la actual República Federal ha sufrido una transformación radical. Más desigualdad en un país que era relativamente nivelado para criterios europeos, estancamiento salarial, generalización de la precariedad socio-laboral en un país en el que la seguridad del puesto de trabajo era considerable, avance de la pobreza y de la desolidarización, recorte de un sistema de garantías sociales que en su día fue sólido y ancho, rebaja de impuestos a los ricos y mayor apertura al negocio privado en el ámbito de la sanidad y las pensiones. Según las últimas encuestas del conservador Instituto Allensbach de demoscopia, los alemanes son perfectamente conscientes de ello: un 70% constata una inflexión en justicia social, particularmente en la distribución de la riqueza, y considera que las cosas han empeorado en los últimos años. Ese cambio brutal se ha inducido gradualmente en las dos últimas décadas, y es presentado mediáticamente como un éxito e incluso como una especie de segundo milagro económico al lado del de la posguerra, en contradicción con la experiencia de la mayoría de los ciudadanos. Eso es en gran parte posible porque, observada en el contexto de crisis europeo, especialmente comparada con los países del sur que han sufrido la misma medicina en dosis mayores y en plazos mucho más breves con consecuencias aún más brutales, la situación socio-laboral alemana es mucho mejor. Esa circunstancia atrae hacia Alemania a no pocos jóvenes, y no tan jóvenes, españoles sin futuro laboral en su país. Frecuentemente llegan al país muy mal informados sobre lo que les espera ahí.

Toda propaganda debe incluir algún anclaje con la realidad para ser eficaz y ese es el caso de la relativa e incierta salud de Alemania en la crisis. Relativa porque siendo cierta para los beneficios empresariales, no lo es para la mayoría de asalariados que, sin embargo pueden consolarse comparando su situación con la mucho peor que rige en otros países. Incierta porque se basa en una estrategia exportadora que en los últimos veinte años ha acentuado su dependencia de la coyuntura global hasta hacerla extrema. Esa dependencia es inquietante porque en caso de enfriamiento o colapso puede hundir todo el edificio alemán con gran facilidad. A diferencia de China, que dispone de un gran mercado interno y es consciente de los problemas de esa excesiva dependencia, Alemania no parece preocupada por ello.

viernes, 24 de mayo de 2013

Los creyentes

 

La Capilla Palatina de Aquisgrán

LA CAPITAL DE CARLOMAGNO, ¿EUROPA?

Anne-Cecile Robert

Le Monde diplomatique

Traducido del francés para Rebelión por Caty R.

«Europa es nuestro futuro común», proclamaron solemnemente los 27 jefes de Estado y de gobierno de la Unión con ocasión del cincuentenario del Tratado de Roma, el 23 de marzo de 2007. Y añadieron: «La unificación europea nos ha traído la paz y la prosperidad (…) gracias al deseo de libertad de los hombres y las mujeres de la Europa central y oriental hemos podido acabar definitivamente con la división artificial de Europa». Esas declaraciones señalan la dimensión histórica del proyecto europeo edificado sobre las ruinas todavía humeantes de la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo ponen de manifiesto la mitología que le rodea y su corolario, una cierta negación de la realidad.

¿La paz? Cedamos la palabra al antiguo diputado y siempre muy europeo Jean-Louis Bourlanges: «No es Europa la que ha hecho la paz, sino la paz la que ha hecho a Europa». Aunque selló la reconciliación franco-alemana, en efecto, la construcción comunitaria se inscribe en el bloque atlántico y su desarrollo es inseparable de la Guerra Fría. Todos los «padres fundadores» (Jean Monet, Paul-Henri Spaak, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi, etc.) eran atlantistas, incluso alineados con las políticas estadounidenses.

¿La prosperidad? ¿Cómo pronunciar fríamente esa palabra en el momento en que la miseria se expande lentamente por todo el territorio de la Unión?

En cuanto a la «división artificial» del continente, obviamente se refiere a la Guerra Fría y al telón de acero que cortó en dos a Europa e incluso a familias enteras. Da a entender que habría existido una «unidad» perdida que había que recuperar. Pero la Unión Europea de los 27 –si contamos a Croacia 28- no corresponde a ninguna realidad histórica. El imperio de Carlomagno, citado a menudo como referencia, solo llegaba a los Estados bálticos y no a Escandinavia. Europea cuando se trata del Consejo Europeo o del concurso de Eurovisión, a Turquía le niegan esta pertenencia cuando pide su adhesión a la Unión… ¿Cómo pensar en la unidad de una entidad, sin precedentes históricos, cuyas fronteras se someten a debates y se vuelven a definir periódicamente debido a las nuevas adhesiones?

«Hay que hacer Europa por la espada», sugería el periodista francés Jean Quatremer en 2008 cuando un conflicto enfrentaba a Rusia y Georgia. «La guerra o la posibilidad de una guerra permitiría a la Unión afirmarse según los mismos mecanismos que permitieron la construcción de Estados Unidos. Así pasaríamos de “la Europa por la paz a “la Europa por la espada”» (1).

También el profesor neoyorkino Thomas J. Sargent, llamando en su auxilio a los siglos pasados, encuentra su inspiración –como muchos federalistas- en la historia de Estados Unidos. «¿Se pueden seguir perdiendo oportunidades durante mucho tiempo todavía? ¿No convendría llevar a cabo una auténtica revolución institucional, a la manera de la que emprendieron entre 1788 y 1790 los creadores de la Constitución de los Estados Unidos de América enfrentados a una crisis aguda de las deudas públicas de la Confederación y de los Estados Confederados?» (2).

Estas reflexiones dan a entender que se podría «forzar» el sentimiento nacional. Sin embargo parece que es al contrario: es la convicción más o menos fuerte de compartir un destino la que conforma la realidad. ¿Las 13 colonias inglesas de América habrían acabado construyendo un Estado si no las hubiese unido la lucha contra el colonizador fiscal en la defensa de intereses comunes? Además el hecho de compartir la lengua y la religión creó un espacio político entre las poblaciones insurgentes. Lo que obviamente está muy lejos del caso de la Unión Europea. Ninguna audacia institucional puede reemplazar el deseo de vivir juntos.

¿Entonces la construcción europea, tal como la conocemos, no tiene ningún sentido? Sería exagerado después de 60 años de trabajo compartido. Sin embargo desde ciertos puntos de vista refleja más un sentido de la fe que de la razón. Sus defensores «creen» a pesar de las dudas destiladas diariamente por una realidad cruel, a pesar del resentimiento cada vez más evidente de los pueblos que no quieren oír hablar de una Unión que solo da malas noticias. Porque a menudo es en nombre de lo que podría ser la integración comunitaria, y raramente en nombre de lo que es, por lo que la promueven sus dirigentes. Cualquier tratado, aunque sea malo, se debe adoptar con el pretexto de que hará «avanzar a Europa». ¿Y en definitiva no es «la fe» la que justifica un autoritarismo cada vez más abierto que vuelve la espalda a los valores democráticos que presuntamente debe defender la Unión?

miércoles, 22 de mayo de 2013

El abandono del euro deja de ser tabú y gana posiciones en Alemania

 
Tras los euroescépticos de derecha, la izquierda sopesa la salida de la moneda | "El euro se creó para mejorar la vida de la gente, no para llevarla a la ruina", dice el exministro Lafontaine

Oskar Lafontaine

RAFAEL POCH

Berlín    19/05/2013

A derecha e izquierda, el euro todavía es una vaca sagrada en Europa. "Si fracasa el euro, fracasa Europa", dice Merkel, formulando un consenso general. Hasta ahora sólo había euroescépticos políticamente organizados en la derecha conservadora, por ejemplo en el nuevo partido alemán, Alternativa por Alemania (Alternative für Deutschland), que de momento sólo tiene un 2% de intención de voto, pero las cosas están cambiando significativamente. La izquierda está comenzando a plantearse el euro, así como el dogma de que su abandono sólo puede conducir a una catástrofe apocalíptica.
La idea fundamental la ha lanzado Oskar Lafontaine, peso pesado socialdemócrata, exministro de Finanzas y seguramente el político alemán más creativo e innovador: Europa es más importante que el euro, dice. "La moneda única se creó para mejorar la vida de la gente, no para llevarla a la ruina". Hace tiempo que los políticos europeos no saben hacia dónde ir. La miseria que crea la austeridad alemana está llegando a Francia, así que la creación de una coalición europea contra Alemania es únicamente una cuestión de tiempo. En ese contexto, hay que plantearse la posibilidad de abandonar el euro.
El argumento básico parte de la opinión del economista conservador Hans-Werner Sinn, que dice que para poder regresar a un nivel de competitividad equilibrado en el interior de la eurozona, países como Grecia, Portugal o España deben acometer una devaluación interna de entre el 20% y el 30%, mientras que Alemania debe encarecerse un 20%.
Ambas cosas son imposibles, dice Lafontaine. Lo primero llevaría a esos países a la ruina. Lo segundo supondría una drástica subida salarial en Alemania, algo que las organizaciones patronales no consentirán y que los partidos políticos, desde los conservadores de la CDU/CSU, hasta los socialdemócratas (SPD) y verdes, pasando por los liberales (FDP), no tienen la menor intención de apoyar. Así que lo único que queda es organizar una "salida ordenada del euro".
Dos economistas de renombre, Heiner Flassbeck, que fue precisamente secretario de Estado con Lafontaine, y Costas Lapavitsas, de la Universidad de Londres, han explicado en un documento presentado el viernes por la Fundación Rosa Luxemburgo, lo que significa "salida ordenada del euro". Se trata de crear "un sistema monetario flexible pero coordinado" que sea capaz de lidiar con los desequilibrios internos de la Unión Europea.
"Dada la manifiesta incapacidad de las instituciones europeas para administrar correctamente la unión monetaria, hay que admitir que esta era un objetivo demasiado ambicioso", así que hay que "retirarse para poder avanzar de nuevo".
Algunos países deben plantearse salir del euro, pero no de la UE, puntualizan. Para que eso no signifique la catástrofe por todos pregonada, es necesario organizar dos cosas: "imponer estrictos controles administrativos a los bancos" y "controlar los flujos de capital", de tal forma que la salida de un país del euro no signifique su descapitalización.
Esta salida tiene riesgos, reconocen, pero también los tiene la situación actual que conduce al desastre, mientras que los planteamientos de socialización de la deuda vía eurobonos no parecen realizables.
La diferencia de este planteamiento con el de la derecha es que, por ejemplo, los euroescépticos de Alternativa por Alemania (AfD) simplemente quieren desembarazarse del euro. Su programa aboga por reintroducir el marco, aunque el presidente de AfD, Bernd Lucke, ha dicho este fin de semana que quienes deberían abandonar el euro son los países del sur de Europa. Lucke habla de "introducir una moneda paralela al euro" y admite una quita de la deuda en países como Grecia y "quizá" Portugal, mientras que desde la izquierda se quieren introducir controles a la circulación de capitales para proteger a las economías débiles. Ambos planteamientos coinciden en dejar de considerar la salida del euro como un tabú.
El mensaje no ha sentado bien ni siquiera en el partido de Lafontaine, Die Linke, y el resto de la izquierda europea, con la excepción de Chipre, desde Grecia hasta Portugal, pasando por Italia y España, abraza el euro.
Pese a la sombra del dominio alemán de Europa, la realidad es que Alemania está aislada y es cada vez más maldecida por doquier, explica el analista Jens Berger. Berlín ha tirado por la borda gran parte del capital de prestigio. En Europa ya sólo tiene a Finlandia, y a Austria a medias, como aliados. Los cruces de reproches con Bruselas son semanales. "Ningún miembro de la UE quiere ser dependiente de un solo país, Alemania", dicen Flassbeck y Lapavitsas. ¿Y fuera de Europa?: la oposición al curso alemán tiene aliados en Estados Unidos y Japón, que con una atrevida política expansiva, que está en las antípodas de la de Berlín, ya presentan buenas perspectivas

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lunes, 13 de mayo de 2013

Dos ministros británicos plantean la salida de su país de la UE

 

            

          Michel Gove                                                    Philip Hammond

 

Por la mañana fue el titular de Educación, Michael Gove, un hombre de la máxima confianza del primer ministro David Cameron. Por la tarde, el de Defensa, Philip Hammond. Los dos declararon en público que votarían por la salida de Reino Unido de la Unión Europea si hubiera un referéndum. Aunque los dos dejaron claro que antes de esa consulta hay que dar oportunidad a la negociación con la UE que defiende el primer ministro, que ha prometido esa consulta para 2017, sus declaraciones son una constatación de que el creciente éxito electoral del UKIP no solo ha dividido a los tories sino que ha llevado esa división al interior del Gabinete.

Cameron afronta el miércoles en los Comunes una rebelión de una cincuentena de sus diputados que han presentado una enmienda al programa legislativo anual presentado esta misma semana, exigiendo que el Gobierno apruebe ahora una ley sobre el referéndum. Gove ya ha dicho que se abstendrá, una opción permitida por el primer ministro a los miembros del Gabinete.

Lo que parecía una quimera, la marcha británica de la UE, cada día parece más real. Gracias al UKIP y su líder, Nigel Farage, que se ha situado en el epicentro de Westminster sin tener ni un diputado en los Comunes. El secreto de su éxito ha sido ligar el desencanto europeo con el miedo a la inmigración y aderezarlo todo con mucho populismo. Eso le ha dado uno de cuatro votos en las municipales del 2 de mayo y ha llevado el pánico al Partido Conservador.

El mensaje del UKIP ha calado con especial fuerza en el condado de Kent, en el sudeste de Inglaterra, donde ha pasado de tener un concejal a tener 17. Mo Elenor, de edad inconfesable y presidenta del UKIP en Kent, ve la mano de Bruselas detrás de casi todos los males británicos y es una ardiente partidaria de abandonar la UE. Está en el UKIP “porque quiero que me devuelvan mi país”, proclama. “El 85% de las leyes con las que tenemos que vivir están hechas por la UE”, se queja. Antigua votante tory, empezó a alejarse del partido hace ya años, sobre todo cuando el primer ministro John Major aceptó el Tratado de Maastricht.

Se jubiló y se mudó a Margate hace 10 años, cuando la crisis de la fiebre aftosa vació el campo de visitantes y tuvo que cerrar el bed and breakfast que regentaba en North Yorkshire. Desde entonces está consagrada al UKIP. Mo cree que la economía mejoraría fuera de la UE porque “solo los británicos cumplimos las normas de la UE y los indios y los chinos exportan aquí sus productos sin esas trabas y obligan a cerrar nuestras empresas”. Pero es incapaz de explicar por qué Gran Bretaña no exporta ya ahora al mercado global cuando países como Alemania o Italia sí son capaces de hacerlo o la ventaja de vender en Europa sin poder influir en la normativa del mercado interior.

Defiende que hay que congelar la inmigración. “Porque somos un país pequeño, ya no hay espacio y no todos vienen a trabajar: muchos no contribuyen pero reciben. Hemos recibido inmigración durante siglos, y eso está bien. Vienen, se instalan, viven en grupos pequeños, aprenden la lengua, forman parte del sistema. Eso lo podemos afrontar. Lo que no podemos afrontar es que viniera tanta gente en tan poco tiempo”, asegura. “No queremos cerrar las puertas a todos, pero queremos controlar nuestras fronteras”, señala.

“No soy un fascista. Sobre todo, deje claro que no soy un racista”, pide William Richardson, un agradable pensionista de 69 años que intenta ocultar sus tatuajes ante el fotógrafo. Obrero de la construcción especializado en el recubrimiento de tejados, suele votar a los conservadores —“no soy un socialista”, ironiza—, pero esta vez ha votado al UKIP, “porque detesto la manera en que hacen las cosas Cameron y sus amigos”. “Hay demasiada inmigración. Eso está creando muchos problemas en el Servicio Nacional de Salud. Necesitamos controles adecuados y lo mejor sería salir de la UE y acercarnos a los países de la Commonwealth”, opina. Admite que él nunca ha tenido un problema directo porque haya muchos inmigrantes, pero insiste en que hay demasiados. “Pero no soy racista”, reitera. Y pone como prueba que tiene una nuera croata y un yerno jamaicano. Dice que seguramente volverá a votar al UKIP en las generales. “No creo que puedan cambiar nada pero pueden forzar a Cameron a cambiar”.

John Deering es un ingeniero farmacéutico de 53 años en paro desde que hace unos meses cerró la factoría de Pfizer que producía Viagra en Sandwich, al sur de Margate. Tradicional votante tory aunque llegó a apoyar al laborista Tony Blair, esta vez ha votado al UKIP “con muchas ganas”. “Creo que la mayoría de los que están aquí les votaron”, añade señalando a los parroquianos del pub Northern Belle. “Nos encantan los europeos, pero nos sentimos diferentes”, sostiene. “No somos antieuropeos, somos antiUE”, añade. Sin embargo, cree que dejar la Unión “sería una locura, aunque tenemos que negociar algo”.

Fuente El Pais