lunes, 29 de marzo de 2010

¿Para esto el Tratado de Lisboa?




CARLOS TAIBO, Profesor de Ciencia Política. Público.14/03/2010

En los últimos meses no han sido pocas las voces que, conocedoras de lo que se cuece en la Unión Europea, han expresado su recelo ante un argumento mil veces repetido: el que llama la atención sobre las presuntas bondades del Tratado de Lisboa en lo que se refiere a acrecentar la agilidad y la eficacia de unas instituciones hasta hoy más bien mortecinas. Para muchas de las voces que nos ocupan, y por decirlo rápido, el tratado ha llegado demasiado tarde en un escenario en el que han surgido de por medio nuevos y acuciantes problemas.
Lo cierto es que las semanas transcurridas desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa no han aportado savia nueva a una Unión Europea que sigue tan cabizbaja como antes. Basta con echar una ojeada a los nombramientos de las dos figuras –Herman van Rompuy y Catherine Ashton– que encabezan la UE en estas horas para percatarse de que poco hay que huela a un renovado impulso que rescate a la Unión de su crisis. Aunque hay quien aducirá, con respetable razón, que la ausencia de figuras de primer orden en Bruselas bien puede ser una buena noticia –nos alejará, sin ir más lejos, de políticas marcadas por irrefrenables designios personales–, el problema de fondo parece, en realidad, otro: la Unión Europea de estas horas no tiene resuello para encarar ninguno de los grandes retos que debe afrontar, algo que convierte en anécdota los nombres de quienes encabecen unas u otras instituciones.
El primero de esos retos inabordables lo configura un inquietante alejamiento entre políticos y tecnócratas, por un lado, y ciudadanos de a pie, por el otro. Sobran las razones para aducir al respecto que se ha acabado un idilio de años. Las trampas vinculadas con la ratificación del viejo tratado constitucional y con el propio Tratado de Lisboa han dejado una huella imperecedera a la que se suma una circunstancia más: el chalaneo permanente al que se entregan desde hace tiempo liberales, conservadores y socialistas ha cancelado en los hechos muchos de los elementos de vivacidad que, al calor de la competición y la oposición, dan aire a tantos sistemas políticos.
No es más halagüeño el registro de la Unión, cada vez más inmersa en la consolidación de una Europa fortaleza, en lo que hace al encaramiento de la crisis económica. Si en los 20 últimos años los poderes públicos han perdido dramáticamente capacidades de acción, los problemas que acosan a Grecia o a España a duras penas aciertan a ocultar que en el propio núcleo duro de la Unión faltan las respuestas convincentes mientras, y con lo que ha llovido, la desregulación, adobada con los mitos de la competitividad y del crecimiento, sigue impregnándolo casi todo. A estas alturas, y en paralelo, sólo los más ingenuos creen que la UE, esa audaz compradora de cuotas de contaminación que los países pobres no están en condiciones de agotar, se halla comprometida en una lucha sin cuartel contra el cambio climático. Qué no decir, en fin, de una política exterior que, alicaída, sigue arrastrando una dócil sumisión al dictado norteamericano. Quédenos el consuelo de certificar, eso sí, que –con los mimbres presentes– no hay ningún motivo para afirmar que una diplomacia fuerte del lado de la UE dibujaría un mundo más justo y solidario